La apuesta final de Macri

Por: EDUARDO VAN DER KOOY. Carrió puso la mira de nuevo sobre Hugo Moyano.

La crisis financiera ha devorado ya cinco meses. No existe todavía un inventario acabado sobre los daños que está provocando en la economía real. Pero asoman los indicios: la actividad se contrajo en julio 2,7%. La pobreza escaló al 27,3%. En el plano político, las cosas estarían más claras: Mauricio Macri planea sobre el piso de su popularidad, tomando como referencia el 2015. Empuja hacia abajo, incluso, a las dos vigas del macrismo, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta. El Gobierno se ha quedado sin un relato convincente. Que reanime expectativas. La combinación de esos factores ha colocado en un estado de paréntesis virtual a Cambiemos.

El Presidente necesita con urgencia mejorar el panorama porque el año electoral lo empieza a acuciar. Pero nada de eso será posible si aquella crisis financiera no encuentra un equilibrio. Eso explica su apuesta renovada al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que, sin dramatizar, aparece como la última carta para intentar enderezar la proa del barco. De eso podrían desprenderse, tal vez, ciertas exageraciones que se descubrieron en el tránsito de Macri por Nueva York.

La crisis ha impactado contra dos aspectos que permitieron a Cambiemos llegar al poder. Con los cuales se mantuvo firme más de dos años: la capacidad de gestión y la destreza para fogonear confianza. Guido Sandleris, el flamante titular del Banco Central, hizo en su debut la autocrítica menos edulcorada que se escuchó en mucho tiempo desde la esfera oficial. Admitió que en materia monetaria e inflacionaria se erraron los pronósticos y las recetas adoptadas. Un palo que cayó, en especial, sobre las espaldas de Federico Sturzenegger.

Detrás del sinceramiento de Sandleris quedó el recuerdo de un rosario de promesas memorables que el Gobierno supo hacer. Aquella del equipo mejor preparado en 50 años para sacar del pozo a la Argentina. De una segura y sencilla desaceleración inflacionaria. O de la lluvia de inversiones que detonarían productividad y empleo. Nada de todo eso ocurrió.

Tampoco el Gobierno parece exhibir maña política en instancias críticas. Sucedió durante los primeros días de septiembre cuando Macri resolvió compactar el Gabinete. La manipulación de ese cambio dejó a ministros heridos que, llamativamente, siguen en funciones. Produjo además extrañas mutaciones que permitieron presumir la existencia de improvisación. Se llegó a menear el reemplazo de Nicolás Dujovne en medio de la nueva negociación con el FMI. El ministro de Hacienda y Finanzas, en menos de un mes, no hizo otra cosa que acumular poder. Puso a Sandleris en lugar de Luis Caputo en el Banco Central. Estuvo sentado al lado de Christine Lagarde, la jefa del FMI, cuando se anunció el nuevo acuerdo y el programa monetario y fiscal.

La salida de Caputo resultó otra muestra de torpeza. Es cierto que el ex titular del Central no podía continuar por tres motivos: su discrepancia con algunos términos del nuevo acuerdo con el FMI; la disputa con Dujovne; su incomodidad personal en el cargo público que reconoció un quiebre en su ánimo cuando fue insultado en un restorán, mientras almorzaba con su esposa. Todas justificaciones atendibles. Pero esa crisis se dirimió mientras Macri estaba en Nueva York tratando de vender confianza a los inversores y Dujovne se esforzaba por ponerle broche al acuerdo con el FMI.

La crisis financiera produjo en pocos meses un recambio de tres titulares del Banco Central. Tampoco Cambiemos, pese a lo que dijo en la campaña, pudo sortear un síntoma que trasluce la profunda anomalía institucional y monetaria que afecta a la economía argentina desde hace muchísimas décadas. Existe una estadística que la refleja con crudeza. El Central tuvo 61 presidentes en 80 años de existencia. Casi uno cada año y medio. El único que pudo cumplir un mandato fue Ernesto Bosch, en la década del 30. El kirchnerismo, en su largo ciclo, tampoco escapó a dicha lógica. Tuvo cinco titulares del Central en doce años. Su mérito pudo haber sido elevar aquel promedio nacional a 2,4 años para cada funcionario.

El oficialismo ha vuelto a exhibir en la compleja coyuntura una disfunción conocida. La coalición no ha vuelto a funcionar como tal. Las cosas sucedenpor afuera de su estructura. Vidal y Rodríguez Larreta se enteraron del recambio en el Banco Central por televisión. A Rogelio Frigerio le sucedió lo mismo. Es el ministro del Interior que junto a Emilio Monzó, el titular de la Cámara de Diputados, intenta consolidar un consenso con el peronismo dialoguista para la aprobación del Presupuesto. Una pieza clave para anclar el acuerdo con el FMI.

El radicalismo prefirió refugiarse a la espera de que se definiera todo el cuadro. Elisa Carrió salió a bancar, como lo hace siempre en circunstancias críticas, pero disparó hacia afuera y hacia adentro. Anticipó que a Hugo Moyano podrían aguardarle horas aciagas: la AFIP intervino OCA, su empresa de correos. No dijo nada de Pablo, el hijo del líder camionero: caería sobre él un pedido de detención por una causa de lavado de dinero en Independiente. La diputada reclamó mayor agilidad al ministro de Producción y Trabajo, Dante Sica, para amortiguar la crisis.

Los radicales y la diputada de la Coalición Cívica no tienen una convivencia sosegada. Pero estas horas los encuentra coincidentes en un asunto: Macri y Dujovne, sobre todo, debieran distraer su atención unos segundos de la crisis financiera para pensar alguna agenda que contemple la reanimación a futuro de la actividad económica. El nuevo acuerdo con el FMI posee un inconfundible sesgo recesivo.

El otro desafío del Gobierno consiste en rehacer un relato que la realidad se encargó de incinerar. Las invocaciones al optimismo podrían tener ahora un efecto contraproducente. Pero se reiteran. El Presidente dijo que contaría en Nueva York el buen futuro que le aguarda a la Argentina. ¿Cuál? Dujovne garantizó que, ahora sí, desde el Banco Central la inflación será derrotada. En lugar de expectativas favorables, tales insistencias podrían acentuar la irritación que se percibe en una sociedad aún tolerante pero sensibilizada.

Aquella tarea está en manos de Marcos Peña. Lo acompaña, por supuesto, Jaime Durán Barba. El jefe de Gabinete desdobla su tiempo entre la crisis y la necesidad de imaginar accesos con posibilidades a la campaña electoral que se avecina. Para esa campaña, algún relato resulta imprescindible. Tienen a mano un libreto difícil de ser mejorado: el escándalo de los “cuadernos de las coimas” que cada vez encierra más a la oposición kirchnerista.

La crisis también trazaría una frontera a esa pretensión. ¿Por qué razón? Los hombres del Gobierno hacen cada tanto alguna alusión al escándalo pero temen convertir a los “cuadernos de las coimas” en un obstáculo para que progrese la negociación por el Presupuesto con el peronismo dialoguista. La trama en ese universo es compleja. Cristina Fernández continúa siendo un condicionante ineludible para el PJ. Ningún gobernador, incluso aquellos que consideran terminada la era de la ex presidenta, se anima a pronunciarse sobre la corrupción pasada. Los legisladores tampoco.

Miguel Angel Pichetto lleva el peso político de resistir el desafuero de Cristina en el Senado que solicitó el juez Claudio Bonadio. Pero el senador peronista tampoco estaría dispuesto a inmolarse en soledad. Se ocupó de aclarar que su postura es sostenida, precisamente, por los mandatarios provinciales del PJ. Los cuadernos se van convirtiendo, sin distinciones, en una trampa para la principal oposición.

Esa característica parece amplificarse a medida que el Gobierno profundiza sus dificultades económico-sociales. En las protestas de los sectores radicalizados del lunes y la contundente huelga de la CGT del día después afloró aquel fenómeno. No hubo matices entre los grupos, ni siquiera con aquellos que en su momento enjuiciaron con dureza el oscuro comportamiento kirchnerista en el poder. Impera en esa clase dirigente –el ciudadano común es un enigma—la preeminencia ahora de un nítido sentimiento político antimacrista.

La tendencia no sería sencilla de torcer. Porque asoman meses de conflictividad social. Que se observa en ascenso. Ya en agosto, según la consultora Diagnóstico Político, se produjo un aumento del 21% de piquetes en todo el país respecto del mes anterior. Y de un 18% en la comparación interanual. La señales son siempre las mismas. Los principales teatros elegidos, Buenos Aires y la Ciudad. Los protagonistas de primera línea, los trabajadores del Estado y las organizaciones sociales. Donde el Gobierno dispone de margen casi nulo para contentar.

La conflictividad parece ir acompañada a veces por actos hostiles. Hay dirigentes que ayudan poco. Pablo Micheli, de la CTA, advirtió que “cae este modelo económico o el Gobierno se va”. El Ministerio de Seguridad tiene corroborado que el ataque con bombas molotov contra una sede de Gendarmería, en el barrio de Monserrat, fue provocado por manifestantes de la huelga.

La tensión también se vuelca sobre Buenos Aires. Hubo un incendio intencional en una escuela en Moreno. Ese distrito sigue sin clases. Abundan los sabotajes y amenazas en otros establecimientos educativos. La policía desactivó en el Hospital Paroissien de La Matanza una granada con doble percutor que había sido atada con una tanza al picaporte de una puerta de un pasillo interior.

Se trata de una escalada que empieza a emerger cuando el Gobierno recién pisa las primeras arenas del desierto.

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