Cárcel de Batán. Cloacas colapsadas, hacinamiento y una crisis social tras las rejas

Cárcel de Batán. Cloacas colapsadas, hacinamiento y una crisis social tras las rejas

Nadie que hubiese pasado por los calabozos de aislamiento quiere volver a ese lugar. 

Por: Belisario Sangiorgio.

En la jerga tumbera los llaman «buzones», porque la luz solo entra por una pequeña rendija rectangular cercana al piso, a través de la cual un nervioso carcelero vierte agua con un balde blanco de diez litros para apagar el fuego. Un preso quemó una manta e inició un incendio dentro de su propia celda de máxima seguridad. «¿Por qué nos tienen encerrados acá?», grita alguien en el fondo del pabellón, y desde otros calabozos responden con insultos. Mientras tanto, el humo sube lento hacia los pequeños respiraderos enrejados del techo.

Sobre el piso inmundo, alrededor del carcelero -que es sólo una sombra en medio de la oscuridad- comienza a formarse un gran espejo por el agua derramada. Finalmente, el fuego cede y el olor de las cenizas anuncia el retorno de la calma a este sector de la Unidad Penal N°15, construida durante 1980 en los márgenes de la ciudad bonaerense de Mar del Plata.

La inmensa prisión está ubicada a quince minutos del centro turístico que se prepara para su temporada de verano. El presidio tiene un nombre informal tomado del barrio que lo alberga, es conocido como la cárcel de Batán. En ese vecindario, desde la ruta provincial 88 se desprende la calle San Francisco de Asís, que bordea el frente de la prisión; pastos altos, y postes torcidos de una alambrada en la que avanzan enredaderas agrestes.

Más allá de la alambrada y de la guardia, unos pocos metros hacia el interior de la cárcel, están los enormes muros que cercan a los prisioneros; tras las paredes de concreto surgen inmensos parques vacíos, donde solo hay árboles, tres santuarios católicos y un mástil con una descolorida bandera argentina.

Con escopetas antidisturbios colgadas de sus espaldas, cuatro agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) hablan y bromean en un estacionamiento junto a uno de los altares religiosos; pocos minutos después comenzará su turno de trabajo en el edificio despintado de dos pisos adonde confluyen todos los laberintos de la prisión.

El jefe de la última frontera, sin decir ni una sola palabra, abre la reja que conduce al corazón del infierno. A partir de allí, en un principio, respirar se torna dificultoso por el olor de las cloacas colapsadas y de los cigarros prendidos; hasta que finalmente los sentidos se acostumbran al hedor, a las miradas que siguen al visitante y a los ecos de alaridos. Dentro de los pabellones, solo una hilera de tragaluces en el techo filtra pequeños hilos de luz y de aire. El resto es dolor y ansiedad.

«La estamos pasando realmente mal», contó a LA NACIÓN un preso condenado por robo y que trabaja en la enfermería. Otro detenido, corpulento y con 18 años tras las rejas por un homicidio, agregó: «Yo no recibo visitas, nadie me trae comida ni ropa. Y los alimentos de la cárcel son una porquería. Los primeros años fueron muy difíciles, tuve que pelear mucho».

Las condiciones de detención varían según el sector y no alcanza con dominar el arte de la violencia ni los cuchillos artesanales – las facas– para esquivar la severidad del hacinamiento. De hecho, los pabellones autogobernados adonde residen los reos más conflictivos resultan finalmente los primeros sitios en ser olvidados en la desidia, según afirmaron quienes están allí alojados. Los presos comentaron que el SPB sólo regula allí la convivencia ante situaciones de extrema gravedad.

 

Los muros de la cárcel de Batán se encuentran a menos de 15 minutos de las playas marplatenses

En términos generales, la crisis humanitaria afecta a todos los detenidos, pero recae con mayor fuerza sobre quienes eligen no trabajar para empresas privadas -en Batán funciona un programa de inclusión por el que algunos presos cobran un salario por lavar sábanas de hospitales y hoteles- ni negociar, de alguna forma irregular, los beneficios de detención.

En cada uno de los extremos del pasillo central de la cárcel hay » leoneras» de seis metros cuadrados que albergan a media docena de presos expulsados de los pabellones; en su mayoría son jóvenes que están prácticamente uno encima del otro, fumando y conversando junto a los bultos que hicieron con mantas para guardar sus pocas pertenencias.

«En esta cárcel mueren personas, pero cada tanto. Yo mantengo un perfil bajo y la paso bien. Cuando tengo que hacer silencio, me callo. Prefiero eso antes que enfrentar a alguien, perder los logros que sumé y ser tratado como todos los demás», explicó un joven de 29 años que trabaja en una empresa dentro de la cárcel, donde está detenido por cometer entraderas.

 

El patio externo de la cárcel de Batán, el lugar buscado para dejar atrás por un rato el hacinamiento en los pabellones

Por otro lado, en los pabellones religiosos -católicos y adventistas- van a parar aquellos presos que no soportan la lógica tumbera y que deben refugiarse para preservar su integridad física. Algo similar sucede con los sectores de adictos a las drogas y de ancianos: son sitios donde viven quienes no se pueden defenderse en los sectores más violentos.

Finalizó la huelga de hambre

Según información oficial, al menos 11.500 personas procesadas y condenadas realizaron este mes una huelga de hambre masiva en 31 de los 58 centros de detención y alcaidías del Servicio Penitenciario Bonaerense. En estos lugares hay aproximadamente 47.000 personas bajo custodia estatal, aunque la capacidad total prevé un máximo de 29.856. Actualmente, en la cárcel de Batán hay 1378 detenidos, de los cuales 886 tienen condena firme.

Los reclamos de los detenidos estuvieron orientados en la misma línea planteada por las autoridades judiciales de Buenos Aires en una reciente resolución de la Suprema Corte provincial y en un documento del Tribunal de Casación. Un resumen de esas posiciones de los máximos tribunales tenía como eje que las cárceles son escenario de una crisis humanitaria provocada fundamentalmente por la aplicación excesiva de la prisión preventiva, el escaso uso de mecanismos alternativos para la solución de conflictos y el creciente rechazo a los pedidos liberatorios en la etapa de ejecución de las penas.

Por ese motivo, el gobernador Axel Kicillof activó una mesa interinstitucional de diálogo, que se reunirá a nivel de los tres poderes del Estado, con la participación de organizaciones sociales, y que estará coordinada por el ministro de Justicia, Julio Alak. Así, la conformación de esta mesa se tradujo, al interior de las cárceles, en la desactivación de la huelga.

Un espacio para desactivar la violencia interna

En el complejo penitenciario de Batán los muros no sólo rodean la Unidad N° 15 de adultos, sino también una cárcel de mujeres, otra de menores y una alcaidía para procesados. En este enorme lugar, claro, se mantienen tradiciones penitenciarias casi medievales. Sin embargo, también, se desarrollan iniciativas enfocadas en prevenir las violaciones a los derechos humanos.

El proyecto que alcanzó una mayor consolidación y legitimidad entre los internos es el » Taller Solidario Liberté«, que fue creado en conjunto por detenidos, voluntarios que visitan la cárcel y la asociación civil Pensamiento Penal. Esa iniciativa creció en un pabellón abandonado, donde ahora funciona un centro educativo en contexto de encierro.

Durante una recorrida de LA NACIÓN por este centro cultural, un preso condenado a 18 años, dijo: «La cárcel te vuelve egoísta, por eso acá trabajamos en proyectos solidarios, autogestionados. Nos apoyamos entre todos para fabricar obras de arte, equipos de mate; ahora vamos a montar una carpintería con máquinas que alguien donó».

Desde el taller Liberté -junto con oficiales del Servicio Penitenciario Bonaerense y presos- también se impulsó fuertemente la creación de un comité y de un gabinete interdisciplinario para prevenir la violencia carcelaria, resolver pacíficamente los conflictos de la Unidad N°15 y generar nuevas instancias de mediación.

Es en esos espacios de debate donde ahora, por ejemplo, se impulsan medidas para eliminar la restricción de teléfonos celulares dentro de las prisiones. También se busca que los presos que incurran en faltas disciplinarias graves desarrollen en la cárcel tareas benéficas y solidarias en favor de la comunidad; hace poco tiempo, produjeron plantines para una huerta que trabaja con niños enfermos de cáncer.

Una subcultura penitenciaria

«Fundamentalmente, los problemas entre detenidos motivan la dificultad de la convivencia. Consideramos que en las unidades hay una subcultura que afecta a internos y penitenciarios. A veces, problemas infantiles llevan a situaciones de violencia porque asistimos a una gran crisis humanitaria», dijo uno de los coordinadores del gabinete, Adrián Escudero, que a la vez es agente penitenciario.

Y agregó: «Los internos salen del contexto de encierro para preparar juguetes didácticos y artesanías que luego entregan a asociaciones civiles. De esta forma, comienzan a interactuar entre los detenidos de distintos pabellones. El gabinete es una excusa para que entre todos comencemos a trabajar; para reforzar el diálogo con los internos».

Detenidos alojados en la leonera, una pequeña celda colectiva de seis metros cuadrados

La aplicación de herramientas de esas características resulta clave para hacer frente a lo que los especialistas definen como muertes sociales tempranas bajo custodia del Estado y en contextos de encierro: según datos del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT) en los últimos años se registraron en las prisiones bonaerenses 99 asesinatos, 61 presuntos suicidios, 101 muertes por accidentes traumáticos y hay 21 fallecimientos que no tienen una tipificación específica.

Las actividades que surgen de esos espacios restaurativos en la prisión tienen por objetivo, además, lograr desactivar definitivamente la utilización del aislamiento en celdas reducidas -llamados buzones- que no tienen ventanas ni baños. Acerca de esta modalidad sumamente utilizada como método de castigo en penales bonaerenses, el CNPT explicó en su más reciente informe: «Esta práctica medieval se agrava por las infames condiciones de alojamiento. Sin embargo, es una herramienta que se encuentra legitimada y naturalizada como forma de abordaje de las situaciones conflictivas».

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