Los dilemas que enfrentan Macri y los jefes de la CGT

 Si lograse acordar con la CGT, Mauricio Macri podría ser el primer presidente no peronista que no haya tenido que enfrentar un paro general de 24 horas durante su primer año de gobierno.

 Parecería un dato estadístico sólo anecdótico, pero no es menor para una administración a la cual empresarios y potenciales inversores locales y extranjeros le exigen certezas políticas sobre la continuidad del rumbo. La cuestión es el precio que pueda estar dispuesto a pagar el Presidente para evitar la huelga general y que ese precio no suene demasiado caro. Porque si un jefe de Estado demuestra que le teme al conflicto y cede ante cualquier mínima amenaza, estará en problemas.

La CGT recibirá el miércoles próximo una respuesta del Gobierno a sus demandas. Un día después, la cúpula sindical determinará los pasos a seguir. Una mirada introspectiva hacia la conducción cegetista señala que, en principio, no hay muchas ganas de parar; pero en una conducción colegiada, todos se empujan mutuamente. Para colmo, cada vez que los dirigentes de la CGT se moderan, suelen ser corridos por izquierda desde organizaciones piqueteras y, desde las Centrales de los Trabajadores Argentinos (CTA), por dirigentes como Hugo Yasky, que durante la era kirchnerista no alzaban su voz contra los gobernantes ante los mismos problemas de hoy.

Como en todo grupo, dentro de la CGT hay halcones y palomas. Entre los primeros están los representantes de los camioneros, Pablo Moyano; de los docentes, Sergio Romero, y de los porteros Víctor Santa María. En el triunvirato que conduce la central sindical, integrado por Juan Carlos Schmid (dragado y balizamiento), Héctor Daer (sanidad) y Carlos Acuña (estaciones de servicio) prevalece cierta moderación y prudencia, aunque desde sectores empresariales se les cuestiona que ninguno de los tres sabe lo que está pasando en las fábricas por no provenir del sector industrial. El influyente gastronómico Luis Barrionuevo resumió bien la posición que se discute en la CGT: señaló que hay que aplaudir la actitud del Gobierno de ponerse al día con la deuda que tenía el Estado con las obras sociales, tras destacar que probablemente un gobierno peronista "se hubiera hecho el pícaro" en ese tema; sin embargo, también juzgó que el paro podía ser "un cable a tierra" para Macri. En el particular lenguaje sindical, el "cable a tierra" puede significar muchas cosas que van más allá del debate sobre el bono de fin de año y la disminución del impuesto a las ganancias para los trabajadores.

Una mayor rapidez en la convocatoria a la anunciada Mesa del Diálogo con sindicalistas y empresarios tal vez podría ayudar a ablandar las posiciones en la CGT, aunque Macri nunca estuvo muy convencido de los beneficios de esta clase de conciliábulos. De lo que no se duda es que este tema estará presente en la reunión que el Presidente mantendrá el sábado próximo con el papa Francisco, quien días atrás insistió en la importancia de "la cultura del encuentro".

Al debate sobre el bono de fin de año y el impuesto a las ganancias no son ajenos los gobernadores. Es que alrededor de la mitad de los presupuestos de las provincias se va en salarios de empleados públicos. El grado de afectación que sobre sus cuentas públicas tendrá el bono ya preocupa a algunos mandatarios provinciales.

No menos presión le ponen a la discusión organizaciones sociales acostumbradas a los piquetes callejeros, como Barrios de Pie, la Corriente Clasista Combativa y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), con su propuesta de una ley de emergencia para aumentar en un millón los beneficiarios de planes sociales y de elevar las asignaciones. El drama argentino es que, ya entre 2002 y 2015, el número de personas que viven del Estado pasó de 6,1 millones a 19,6 millones, una cifra superior al doble de los aportantes del sector privado. Nada de esto resulta sostenible sin una presión impositiva extremadamente elevada, que no ayuda a potenciar la actividad económica y la inversión.

Aunque no lo diga públicamente, el gobierno de Macri se ha declarado impotente para llevar adelante sus promesas de bajar más la presión tributaria por una simple razón: no se ha podido desactivar la bomba fiscal heredada del kirchnerismo. La poca generosidad en el proyecto oficial de reforma del impuesto a las ganancias y la postergación hasta 2018 de la rebaja de las retenciones a la soja son dos indicadores.

La debilidad ante los conflictos sindicales ha sido decisiva en la ca- ída de la imagen de gobiernos no peronistas, como el de Fernando de la Rúa, quien sufrió nueve paros generales en dos años de gestión (uno cada tres meses), o en el de Raúl Alfonsín, quien experimentó 13 huelgas generales (una cada cinco meses). Según un trabajo de Carlos Aldao Zapiola, el sindicalismo siempre ha sido mucho más benévolo con las administraciones peronistas: Carlos Menem sufrió el primer paro 40 meses después de asumir la presidencia; Néstor Kirchner, a los 47 meses, y Cristina Fernández de Kirchner, en el mes 59 de su gestión. A De la Rúa le hicieron un paro durante el tercer mes de su gobierno y a Alfonsín, en el noveno. Macri aún está invicto, si no contabilizamos la movilización del 29 de abril pasado, convocada por las cinco centrales gremiales de entonces, que no fue estrictamente una huelga general, aunque paralizó parte del país por unas 12 horas.

Tanto cuando se movía en las empresas como cuando estaba al frente del gobierno porteño, Macri mostró capacidad para pilotear la relación con los gremios. Y la gradual restitución a las obras sociales sindicales de unos 30.000 millones de pesos ha sido un gesto valorado por los popes del sindicalismo. Pero como los jefes de la CGT saben que llegar a concluir su primer año de mandato sin huelgas generales puede ser una prioridad política para Macri, es probable que no estén dispuestos a ceder sin sacar una buena tajada. Si el Gobierno insiste en que el bono sólo será para los sectores de menores ingresos y la eximición de Ganancias del medio aguinaldo tampoco será para todos, el paro estaría cerca.

Claro que los caciques de la CGT deberían elegir muy bien sus batallas. No les conviene una lógica de enfrentamiento como la que siguió Saúl Ubaldini contra Alfonsín. Entre otras cosas, porque la excesiva conflictividad laboral sólo desalentaría inversiones productivas en momentos en que el sindicalismo tradicional requiere más puestos de trabajo formales en la economía, hoy estancados en una cifra ridícula, de poco más de seis millones de empleos, sin contar cuentapropistas.

Tampoco deberían descartar la hipótesis de que una escalada del conflicto pueda derivar alguna vez en un mani pulite sindical, como el que tuvo lugar en México allá por 1989, cuando Joaquín Hernández Galicia, más conocido como La Quina, fue encarcelado durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari tras liderar el sindicato de trabajadores petroleros durante cuatro décadas. Emblema del caciquismo sindical, La Quina formó parte de una camada de gremialistas que influía en los gobiernos y hasta imponía jefes policiales. Amasó una impresionante fortuna, que incluía empresas petroleras, inmuebles, ganado, tiendas populares y barcos. Acusado de acopio y almacenamiento de armas para uso exclusivo de las fuerzas armadas, introducción ilegal de aeronaves, evasión fiscal, ataque a la seguridad nacional y asesinato, fue detenido en un operativo conocido como el Quinazo y condenado a 30 años de prisión. La sola mención de La Quina, especialmente tras la detención de Omar "Caballo" Suárez, pone la piel de gallina a no pocos líderes sindicales argentinos

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