El plan licuadora y el primer alfil que sacrifica Macri

El plan licuadora y el primer alfil que sacrifica Macri

Panorama semanal

por Alejandro Bercovich

 

La disparada del dólar desde inicios de diciembre -más del 60% en solo seis meses- terminó de consolidarse esta semana como la segunda mayor devaluación de las últimas tres décadas, solo superada por la de 2002. Su inevitable traslado a precios, incluso aunque se cumpla la regla optimista de Nicolás Dujovne según la cual solo "traspasa" una cuarta parte de lo que trepa la divisa, anticipa para 2018 una inflación mucho más parecida a la de 2016 que a la del año pasado. Hasta el 27% que proyectaban las consultoras una semana atrás suena benévolo. Y lo más importante: nada sugiere que haya llegado a su fin.

Lo dijo clarito Carlos Melconian en un almuerzo la semana pasada con socios del Rotary Club: "Si ustedes me preguntan en cuánto tiempo se arregla esto, no tengo la menor idea. En muchos años. ¡Excepto como ocurrió tres o cuatro veces en la Argentina, que una devaluación y su posterior inflación licúen!", exclamó. Celestino Rodrigo, Erman González y Jorge Remes Lenicov, los tres pilotos de esas últimas licuaciones purgantes, terminaron por ser "anécdotas" según Melconian. ¿Le habrá querido augurar ese destino histórico a Dujovne, su enemigo íntimo, que no lo convidó a ninguna de los dos charlas que organizó con consultores en el quinto piso de Hacienda? ¿Será Federico Sturzenegger la "anécdota" a la que ahora Macri le querrá endosar el costo del descalabro?

La licuadora se encendió al máximo el viernes pasado a pedido del Fondo Monetario, que no acostumbra prestar dólares para que los vendan baratos. No tuvo la potencia de las de Erman, Remes y Rodrigo pero superó con creces las de 2009, 2014 y 2016. Lo que dejó boquiabiertos a todos los operadores de la City fue el último tartamudeo de Sturzenegger: tras comprometerse en conferencia de prensa el jueves y por escrito el viernes a dejar de intervenir en el mercado cambiario, terminó por rifar otros 800 millones de dólares de las reservas entre el martes y el miércoles.

En pleno desbande, cuando el Presidente ya había decidido despedir al delfín de Cavallo al que escuchó con respeto durante toda una década y sin que estuviera claro quién sostenía el timón en Reconquista 266, ayer la licuadora apuró el ritmo. Paradójicamente, quizá la explicación esté en el paper de 2007 que firmó el relevado Sturzenegger con Eduardo Levy Yeyati. Aquel celebrado texto académico, redactado para la Universidad Di Tella y titulado "Miedo a la Apreciación", buscaba explicar por qué los bancos centrales de países emergentes con "miedo a flotar" solían intervenir más para evitar que el dólar quedara barato que para contener sus disparadas. ¿Su conclusión? Que las devaluaciones transfieren ingresos de los trabajadores a las empresas y así impulsan el crecimiento económico por dos vías: abaratando el trabajo y fortaleciendo la inversión, siempre que las empresas no estén demasiado endeudadas en moneda dura. Por eso, según los autores, no son tan resistidas por los banqueros centrales.

Tumultos

Los problemas del plan licuadora son dos: la deuda y la calle. La deuda externa pública aumenta en relación al PBI cada vez que se produce una devaluación y eso complica el acuerdo con el FMI, donde el Gobierno se comprometió a no superar los ratios deuda/PBI que el organismo considera prudentes. De hecho, la licuadora sirve para apurar el trámite de algunos compromisos de ajuste asumidos con Christine Lagarde (recortar los sueldos estatales en un 13% en términos reales o "introducir mejoras en el sistema de pensiones que lo hagan financieramente sostenible", como dice eufemísticamente la carta de intención que se publicó ayer), pero nunca podrá con el rubro del gasto que más creció bajo la gestión Cambiemos: los pagos de intereses de deuda.

En la calle, en tanto, se dirimirán varios conflictos a la vez: el tamaño de la transferencia de ingresos del trabajo al capital sobre la que teorizaron Sturzenegger y Levy Yeyati, la disputa interna por quién conducirá la CGT desde agosto y la conducción de un peronismo que hasta enero solo proyectaba de cara a 2023 pero al que la crisis le apuró los tiempos. Promete ser algo tumultuoso, como cada acto opositor del último año. Como el millón de personas que cercó anteanoche el Congreso para exigir la legalización del aborto. El riesgo es que, con Patricia Bullrich al mando de las fuerzas de seguridad, nunca se sabe cómo pueden terminar esos tumultos.

Que el triunvirato de la central obrera haya dejado plantado a Mario Quintana, anunciado un paro y criticado por primera vez el plan económico de modo integral responde a esos rebalanceos que falta dirimir. Con la imagen de Macri en caída libre, un ajuste ya prometido a Washigton y un abismo social por delante, la blandura ya no paga como antes. Un "gordo" de pura cepa ya no es una alternativa para reemplazar al triunvirato. Tampoco lo es Pablo Moyano, a quien los dirigentes con más estructura y peso económico consideran un irresponsable.

El desafío de la CGT, además de unificar su conducción sin volver a dividirse, es salir de la encerrona de representar solo a la aristocracia obrera. Y ahí las acciones que suben son las de Juan Carlos Schmid, referente de los gremios del transporte y último engranaje entre los oficialistas de todos los oficialismos y el ala combativa que encabezan el bancario Sergio Palazzo y los Moyano, con quienes enfrió su relación pero nunca la rompió. Un respaldo importante con el que cuenta es el de los movimientos de trabajadores excluidos y precarizados. Los que más gente movilizan y los que más rápido verán a sus integrantes hundirse en la pobreza por el plan licuadora.

Orgánicos

Los rumores de eyección de Sturzenegger eran insistentes en la City desde la semana pasada pero ayer temprano se hicieron ensordecedores. Lo que ahora se preguntan los financistas es si la reforma de la Carta Orgánica será tan ambiciosa como la que había redactado él junto a su mano derecha Andrés Neumeyer. Con la excusa de garantizarle al FMI la independencia del Central, su proyecto implicaba dotarlo de superpoderes y permanencia en el cargo, además de prohibir para siempre el financiamiento al Tesoro. Era algo que de ninguna manera iba a aprobar el peronismo en el Congreso. Menos que menos para el chocadísimo Sturzenegger.

Macri igual necesita los votos peronistas para aprobar el pliego de Luis Caputo, algo que puede resultarle esquivo o muy caro por las tupidas ramificaciones offshore del ministro de Finanzas, las omisiones en sus declaraciones juradas (caso Noctua) y sus conflictos de intereses (caso Axis). Excepto que se resigne a que "Toto" trabaje en comisión, como Mercedes Marcó del Pont.

Mientras administra ese poder parlamentario y trata de articularlo con el territorial, el peronismo federal apura su casting de candidatos para no llegar a 2019 igual que al año pasado, abajo de Cristina y sin alternativa para enfrentarla. El tándem Pichetto-Bossio-Kosiner piensa primero en Sergio Massa, después en Juan Schiaretti y finalmente en Juan Manuel Urtubey. Pero dejaría todo si Marcelo Tinelli les propone un trato.

El conductor de TV, además de haber almorzado un mes atrás con el estratega español Antonio Sola en Casa Cruz, le encargó unos focus groups al catalán Antoni Gutiérrez-Rubi, el publicista que asesoró en imagen a CFK para las elecciones del año pasado. Los resultados son ambiguos: el electorado lo considera "oportunista" pero su conocimiento es del 100%, algo que envidia todo político. Y su intención de voto no es para nada desdeñable, sin campaña ni candidatura: 15%.

Ante sus íntimos, Tinelli se muestra con ganas. Lo entusiasma el desafío a Macri, con quien arrastra viejas cuitas en frentes diversos. Pero quienes mejor lo conocen no le ven la constancia necesaria para mantenerse en carrera hasta el final. Tampoco engarza muy bien con los vientos que corren, incluso aunque se haya jugado a apoyar la despenalización del aborto. Difícil que el feminismo olvide las minifaldas que cortaba con una tijera en su programa.

Para el plan defensivo del Gobierno, la cuestión es si alcanza con el sacrificio del primer alfil de pura cepa macrista. O si hará falta más oxigenación para retomar la iniciativa. Juan José Aranguren, por ejemplo, tuvo que dar tantas veces marcha atrás que su palabra quedó devaluada incluso ante sus excolegas petroleros. Y la licuadora devaluatoria lo obligará a varios recálculos más.

A Marcos Peña, en tanto, lo aqueja un mal más duro que el desprestigio: la obsolescencia. Como Alberto Fernández cuando estalló la guerra entre los Kirchner y el grupo Clarín, el jefe de Gabinete dejó de expresar políticamente al Presidente. Puede seguir siendo sus ojos y su inteligencia, como le reconoció el mismo Macri a él y a sus vices un año y medio atrás, pero ya no simboliza lo que le propone a la sociedad. Así como el primer jefe de gabinete del santacruceño representaba su módica promesa de "un país normal" pero no la AUH, la Ley de Medios ni la estatización de las AFJP, el ex Champagnat encarnó un macrismo gradualista que dijo adiós para siempre con el abrazo a Lagarde y la megadevaluación.

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