Por qué el sindicalismo peronista tiene una gran oportunidad con el avance del coronavirus

Por qué el sindicalismo peronista tiene una gran oportunidad con el avance del coronavirus

La emergencia sanitaria hará que el sistema de obras sociales tenga una importancia estratégica para atender a los enfermos. Acorralada por su mala imagen, la CGT pasó de tener poco protagonismo político a lograr la atención de altos funcionarios y destrabar fondos adeudados

Nada será como antes del coronavirus. Para el mundo, para la economía, para el trabajo, para la vida cotidiana de cada uno de nosotros y, por supuesto, también para el gremialismo argentino.

La emergencia en que se sumergió el país le ha dado al poder sindical una oportunidad de salir del estado de acorralamiento en que estaba y de encontrar una oportunidad de redimirse ante una sociedad que mayoritariamente, como lo registran las encuestas, no le tiene confianza.

Hasta hace una semana, a la plana mayor de la CGT le costaba acomodarse a un gobierno peronista que no se comportaba como tal en la relación con el gremialismo, esa corporación que Juan Domingo Perón consideró la columna vertebral del movimiento obrero, pero que en este siglo XXI, al calor de los cambios sociales, económicos, tecnológicos y laborales, está lejos de aquella patria sindical de los años setenta que tenía una incidencia decisiva en los andariveles del poder.

¿Qué obtuvo concretamente el sindicalismo peronista desde el 10 de diciembre? Pocos cargos en el Estado (y de los obtenidos, ninguno relevante). Nula influencia en las medidas de gobierno. Virtual indiferencia por parte del Presidente, que nunca recibió a la CGT con alfombra roja, como tradicionalmente hicieron los gobiernos peronistas. Ruptura de los pocos acuerdos políticos a los que se había llegado, como la presidencia de la Superintendencia de Servicios de Salud para alguien designado por la CGT y que sorpresivamente (por el veto de Cristina Kirchner, según aseguran los sindicalistas) terminó encabezado por un hombre de confianza del ministro de Salud.

Las quejas sindicales comenzaron de manera reservada por una política salarial restringida, a tono con la crisis económica y las negociaciones con el FMI, pero de a poco empezaron a salir a la superficie. El primero que se animó fue Carlos Acuña, cotitular de la CGT y jefe de los trabajadores de las estaciones de servicio. Algunas de sus definiciones más críticas hacia el Gobierno: “Yo estoy viendo que en vez de preocuparse en recuperar el poder adquisitivo de los trabajadores, nos están diciendo que hay que ser responsables y que no hay cláusula gatillo”, “la CGT no avala seguir con el sistema de sumas fijas", "No veo que se preocupen mucho por la deuda interna” y “En campaña se comprometen y después dan la espalda”. Su jefe político, Luis Barrionuevo, estuvo sugestivamente callado hasta que reapareció en febrero: “Tenemos esperanza en general, pero seguimos con ajuste más ajuste”.

No fue el único, pero las luces amarillas se prendieron en la Casa Rosada cuando un aliado como Hugo Moyano embistió contra la moderación salarial que pedía el Presidente y, en medio de reclamos de “paritarias libres”, el Sindicato de Camioneros archivó la sugerencia oficial de pactar sumar fijas y cerró un acuerdo salarial del 26,5% para el primer semestre de 2020, que representó una mejora del 49,5% en un año.

Peor aún, el líder de los Camioneros protestó públicamente porque “nombraron a un psicólogo en Transporte”, en alusión a Mario Meoni y como evidente muestra de descontento porque no había logrado designar en esa cartera a su experto de confianza, Guillermo López del Punta.

También pareció tomar distancia del Gobierno el secretario adjunto de la CGT, Andrés Rodríguez, que hace una semana, en una entrevista con Infobae, criticó los aumentos de suma fija porque “achatan las escalas” y dijo que “no se puede congelar la vida del que trabaja” al pedir mecanismos de revisión salarial. Y luego de destacar la “falta de coordinación entre las diferentes áreas oficiales y una demora innecesaria en muchos nombramientos”, opinó que “el Gobierno no arrancó con fuerza”.

Por entonces, ya hacía largas semanas que los dirigentes de la CGT insistían sin éxito en pedirle una audiencia al ministro de Salud, Ginés González García, para hablar de la crítica situación de las obras sociales e intentar que les devolvieran los 15.000 millones de pesos del Fondo de Redistribución en concepto de reintegros por tratamientos de alta complejidad, que mantenía retenidos el Estado aunque provienen de aportes de trabajadores y pertenecen al sistema de seguridad social.

Alberto Fernández parecía repetir una modalidad que practicaron casi todos los gobiernos desde 1983, pero que llevó al extremo Cristina Kirchner durante su gestión: administrar los millonarios fondos de las obras sociales de manera discrecional como una forma de lograr el disciplinamiento sindical. Curiosamente, fue Mauricio Macri el que cedió al comienzo de su gestión, y sin pedir nada a cambio, la titularidad de la Superintendencia de Servicios de Salud a un experto sanitarista sugerido por la CGT, el médico Luis Scervino, que debió dejar su puesto como represalia presidencial luego de que la central obrera hizo la primera marcha de protesta a la Plaza de Mayo, en agosto de 2017.

Y justo en medio del momento más frío de una relación con altibajos entre el Gobierno y la CGT, que amagaba en derivar en nuevos desencuentros, llegó el coronavirus.

No pareció casual que en el primer día de la cuarentena total, el viernes, la dirigencia cegetista haya logrado que el ministro de Salud le diera la audiencia por la que fatigaba desde hacía semanas.

¿Fue un gesto de pragmatismo de Ginés González García? Los sindicatos les brindan atención médica a unas 14 millones de personas a través de las obras sociales, gracias a un sistema que fue creado en 1970 por la dictadura de Juan Carlos Onganía, también con velados fines (o no tanto) de lograr el alineamiento sindical, y que desde entonces se convirtió en la más preciada “caja” de los gremios, algo que les permitió cuidar la salud de sus afiliados (además de solidificar su fidelidad), mientras administraban millones de pesos y extendían su poder económico y político.

El coronavirus provocará cambios en el mundo del trabajo

La estructura de las obras sociales se convirtió desde entonces en uno de los pilares del modelo sindical argentino junto con el sistema de personería gremial, que permite que el Estado le otorgue al sindicato más representativo por rama de actividad el decisivo “poder de lapicera”, es decir, la facultad de firmar las paritarias en nombre de todos los trabajadores, entre otros derechos exclusivos (que incluye, por supuesto, el de administrar sus propias obras sociales).

La de las obras sociales es una “caja” que ha sido demonizada por las maniobras e irregularidades que se repitieron desde hace cincuenta años, pero es indispensable para el sistema de salud de la Argentina: día tras día atienden a millones de personas en todo el país aun en medio de la recurrente crisis de los hospitales públicos y del auge de las prepagas. Un sistema que se fue perfeccionando y que les permitió a los gremialistas cuidar la salud de sus afiliados (además de solidificar su fidelidad), mientras administraban millones de pesos y extendían su poder económico y político.

Por eso ahora, en plena emergencia sanitaria, el gremialismo tiene una oportunidad de oro para atemperar su mala imagen y reconciliarse con esa misma parte de la sociedad que lo condenaba por el lado oscuro del oficio sindical. El coronavirus obligará a que esté integrado todo el sistema de salud de la Argentina y en ese esquema las obras sociales cuentan con una infraestructura y un plantel profesional que son clave para afrontar con mejores recursos el pico de infectados por el Covid-19 que se prevé.

Los sindicatos reclaman más pedidas de seguridad para los trabajadores

Los rápidos reflejos que mostró la CGT en esta crisis son promisorios: a través de su secretario de Acción Social, José Luis Lingeri, ofreció los hoteles sindicales para alojar a quienes tengan que hacer la cuarentena y, con la ayuda del superintendente de Servicios Sociales, Eugenio Zanarini, se destrabó la devolución de los fondos adeudados para aliviar la situación deficitaria de las obras sociales, que necesariamente deberán atender una parte importante de los contagiados por el coronavirus.

La misma oferta de poner a disposición sus estructuras hicieron las dos CTA, mientras que el Sindicato de Sanidad, que encabeza Héctor Daer, propuso reclutar y capacitar desde su organización a estudiantes avanzados de medicina y enfermería para reforzar la atención de los enfermos.

Un símbolo de racionalidad tanto sindical como empresarial fue que hace 48 horas se haya cerrado la postergada paritaria de Sanidad: se trataba de una revisión salarial de 2019, pero no parecía muy lógico que aquellos trabajadores de la salud que merecen aplausos desde los balcones y ventanas en estos días siguieran trabajando con sueldos desfasados respecto de la inflación del año pasado.

De todas formas, hay una dimensión desconocida de la crisis que generará el coronavirus sobre la cual el sindicalismo aún no reacciona, aunque es cierto que la urgencia sanitaria impide hoy desviar la atención hacia otro inquietante escenario: el impacto de la pandemia en los empleos y en los salarios.

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