La desconfianza del antirrosca

El gobernador resiste la lógica de funcionamiento que le reclaman los intendentes, críticos del vínculo distante que les plantea. El duhaldismo como espejo.

Por: Nicolás Fiorentino.

 

A Axel Kicillof la rosca lo frustra, lo bloquea, lo fastidia. Su perfil eficientista y obsesivo marida pésimo con las largas horas de asado, chistes y anécdotas en las que la lógica del peronismo bonaerense encuentra sus picos de intimidad, donde las relaciones políticas se transforman en personales y donde, en general, no se resuelve nada. Para él, con un café y media hora mano a mano en una oficina se consiguen más y mejores resultados que en las reuniones multitudinarias que aprovechó el presidente Alberto Fernández para recuperar su sintonía con los intendentes, esos que necesitan de esa camaradería para jugar mejor su juego y que aún esperan gestos de un gobernador reticente al franeleo.

Incluso aquellos intendentes que, literalmente, rosquearon durante meses para ir sumando voluntades al plan “Kicillof gobernador”, que en muchos oídos hacía más ruido que una campana en un ascensor, ven con algo de decepción que el exministro de Economía se resista a ser un engranaje más de un circuito de relaciones y negociaciones en el que ellos se sienten muy cómodos. En charlas privadas, algunos llegan a especular con que es casi una cuestión de piel.

Ninguno tiene críticas al trato personal de Kicillof, que no solo es ameno sino que, cuando accede a participar de esos almuerzos y cenas, acomoda su registro y se prende a los chistes y cargadas entre comensales. Lo sufrió hace días un intendente de Juntos por el Cambio (JxC), a quien le celebró en la cara el anuncio de Elisa Carrió, que quiere ser candidata el año que viene por la provincia de Buenos Aires. Lo que le molesta al gobernador no son los asados, sino que los asados sean el escenario donde se juegue la política.

Sí, en cambio, muchos dirigentes protestan por cierto “institucionalismo” que cae mal entre hombres –la enorme mayoría son hombres- que llevan años -a veces, décadas- caminando las calles de la rosca bonaerense. Uno le pidió hace días tener un “teléfono rojo”, una línea alternativa que permita alcanzar acuerdos cruciales cuando las negociaciones llegan a pantanos sin salida. Todavía no recibió respuesta y ya perdió esperanzas en recibirla algún día.

Otro de los que hicieron fuerza interna para impulsar a Kicillof como el candidato de la unidad lamentó que, para convocarlo a un acto oficial para la presentación de los lineamientos de gestión para 2021, la invitación le haya llegado por mail. “Eso se hace uno a uno por teléfono, no con un mail desde la cuenta de la gobernación. No funciona así la cosa”, expresó. Para muchos intendentes, por el peso de sus municipios, la relación debería ser de mayor paridad. “Como es de un gobernador a otro gobernador”. Una forma sutil de subrayar cierta sensación de ninguneo.

Alguien que transita el día a día de Kicillof desde hace años admite que es un “antirrosca”. El economista sabe que es parte de su trabajo y, por eso, lo acepta, pero su foco está en la gestión y en esas relaciones no detecta cómo articular sobre hechos más concretos. A eso se suma que tanto él como su equipo mantienen largas jornadas de gobierno –algo que también reconocen los intendentes de todos los signos políticos- y, si hay algo de tiempo libre, prefieren destinárselo a sus familias. Anotar un asado en su agenda es, a veces, como hacer pasar un cubo por un círculo.

Es cierto que en este rechazo a la lógica de la rosca hay algo de prejuicio y de desconfianza. “Lo que más le molesta es el ‘lleva y trae’ que hay en ese universo”, explican desde la intimidad del gobernador. “Tiene una desconfianza innata a todo lo territorial, a la estructura tradicional, al intendentismo, a la ‘diputadora’. Reconfigura la estructura política porque es reacio a todo eso”, analiza un intendente del Frente de Todos (FdT). “Deja muy poco margen para la negociación, como si, en lugar de ser una cosa loable, fuese espuria”, agrega otro, en este caso, del signo político opuesto al de Kicillof, que igualmente destaca no solo el trato personal que mantiene con él sino su perfil de gestión, el que celebra con una chicana: “Es un hacedor, parece del PRO”.

Claro que quienes critican esta posición de Kicillof encuentran en ella la razón de algunos fracasos. Por ejemplo, entienden que haber atravesado 2020 sin Presupuesto y las dificultades que atravesó para conseguir el de 2021 responden a su resistencia a la lógica de la negociación. Tan posible como contrafáctico.

La lógica Duhalde

Kicillof se siente mucho más cómodo en la relación con intendentes del interior que con los del conurbano y no tiene muchos pruritos en reconocerlo. La diferencia entre unos y otros es que los caudillos de los municipios que circundan la Ciudad de Buenos Aires suelen tener otras aspiraciones de poder, disputan todo lo que pueden disputar.

Los intendentes del conurbano pueden estar atravesados por mil internas, pero en su gimnasia de juntarse suelen alcanzar cierto status de grupo cuando la cosa se pone complicada. Así lo hacen, por ejemplo, cuando tienen que golpear las puertas de la Gobernación para pedir que el Presupuesto provincial incluya un fondo que manejen directamente los municipios. Uno de ellos reconoce que hay una lógica de funcionamiento que dejó el último gran jefe que tuvo el peronismo bonaerense, que fue Eduardo Duhalde. “Duhalde instaló una forma de ejercer el poder en el conurbano que hoy perdura. Si tengo que definir a Axel de alguna manera, es anti duhaldista”, aporta el jefe comunal su curiosa lectura.

Desde el gobierno bonaerense piensan distinto. Cuando Duhalde era el cacique único de la provincia de Buenos Aires, las líneas de poder a nivel municipal se ordenaban en dos grandes grupos: la Liga Federal, que lideraba Alberto Pierri, y la Liga Peronista Bonaerense (LiPeBo), al mando de Osvaldo Mércuri. Dos grandes grupos y un sistema en el que se hacían acuerdos en las superestructuras y se bajaban ya cerrados. Hoy, el peronismo bonaerense es un universo de archipiélagos, en el que cada intendente pelea la propia y nadie representa a nadie más que a sí mismo. Por eso, desde el entorno de Kicillof reconocen que al gobernador no lo fastidia la rosca bonaerense porque no la entiende, sino que lo frustra que no haya manera de que esos grupos cartelizados no se ordenen ni para nombrar un director del Banco Provincia. “Se cansó”, cierran.

Estas tensiones no son nuevas ni fueron provocadas por el desembarco de Kicillof en la provincia. Son históricas y responden a una situación que se repite: desde Duhalde que la Gobernación bonaerense no tiene un titular que surja de esa rosca, de esos asados, de esos eventos de camaradería, chistes y anécdotas. Las padecieron Carlos Ruckauf, Felipe Solá, Daniel Scioli y María Eugenia Vidal, agravada doblemente: además de mujer llegó bajo un signo político refractario al PJ. El proceso de adaptación a ese funcionamiento puede, muchas veces, determinar la complejidad del manejo del poder bonaerense. En el caso de Kicillof, parece más dispuesto a intentar cambiarlo que a adaptarse.

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