Las obras sociales, el tributo del que vive la realeza sindical

Las obras sociales, el tributo del que vive la realeza sindical

Otra vez sindicatos ignorando a sus representados evitando cubrir prestaciones. Para ser los que defienden la vida y los derechos, se parecen mucho más a los que supuestamente no lo hacen.

Por: Javier Boher.

¿A quién defienden los gremios? Todos sabemos lo que dice la teoría, ese mundo de fantasía en el que se regocijan los académicos que eligen creer en el deber ser por sobre el ser. Se supone que defienden a los trabajadores y que velan por sus derechos. Nada más alejado de la realidad.

Si se repasan las noticias de los últimos años, lo que se puede ver es un patrón de comportamiento bastante regular. Los líderes sindicales negocian, acuerdan, debaten, organizan o preparan acciones políticas con el gobierno, los gobernadores o algún que otro político.

La constante, también, se ve en la negación de los afiliados. El músculo sindical pasó a ser el de las movilizaciones o el de los paros, perdiendo de vista que los que sostienen todo eso son los afiliados. Como si no hubiesen aprendido la lección de los ‘90, le dan la espalda a los que aportaron y perdieron su trabajo. No capacitan ni pelean, simplemente ignoran.

Con un sector formal que sigue en retroceso, los dinosaurios que dicen defender a los trabajadores aún no entienden cómo van siendo cada vez menos representativos, cada vez menos poderosos. Con una informalidad que sigue creciendo por la pobreza que genera la gestión albertista, crecen las organizaciones sociales en detrimento de las organizaciones sindicales. Estas últimas se aferran a los beneficios de representar a empleados en blanco mientras se van anquilosando por la sangría de trabajadores.

El rol de los sindicatos hace décadas se sabe político, como el brazo de un partido que siempre los usó como fuerza de choque. Hoy se dividen esa tarea junto a barrabravas y narcos, compitiendo -o compartiendo- espacios y negocios.

En un país en el que las mafias paraestatales han copado la vida de los ciudadanos, nada de eso es extraño, aunque sí enojen algunos de sus beneficios. Hay algo que siempre repito desde que lo aprendí, porque me parece fundamental: no se puede estar de los dos lados del mostrador. Que los sindicatos manejen las Obras Sociales es un despropósito, una ofensa a la integridad de los derechos del trabajador.

Esto viene a raíz de un caso cercano de una compañera de trabajo en una escuela. A menos de una semana para la operación de su hijo, la obra social de los docentes privados, SADOP, no ha pagado la prótesis que se necesita. Eso no es nada nuevo ni nada que no haya ocurrido antes. Las obras sociales tratan de no pagar porque si lo hacen no les es rentable el negocio, lo que deja sin defensa a los trabajadores que hacen los aportes.

A tan pocos días de la intervención, una maestra de grado, una madre de un niño enfermo, tiene que estar viendo de qué manera consigue los más de $700.000 que cuesta la prótesis. Está viendo la manera de endeudarse para conseguir un insumo de vital importancia, mientras el sindicato elige comportarse como cámara empresaria y no como defensor del derecho a la salud.

SADOP es un gremio alineado a las políticas del gobierno nacional, ese que tuvo a sus habitantes encerrados durante siete meses de manera ininterrumpida con la excusa de que de la muerte no se vuelve. Cada persona que necesita respuesta de parte de la cobertura médica que le descuentan forzosamente de su sueldo todos los meses lo sabe perfectamente bien.

La situación desnuda todo el entramado de precariedad que envuelve a los docentes, esos que “tienen tres meses de vacaciones”. A lo largo de estos meses en los que se defendió la supuesta inocuidad de la virtualidad, cada docente debió lidiar con los problemas propios, los problemas familiares y los problemas de cada uno de sus alumnos. Hoy se pueden ver los achaques físicos y psicológicos que cargan los docentes que trabajaron en serio durante esos meses tan oscuros.

Por el nivel de ingresos, ningún banco le presta esa suma a un docente, especialmente si se trata de cuestiones de índole personal y no productivo. Ah, pero el Juego del Calamar te muestra lo cruel del capitalismo, porque no hay salud pública y el protagonista no puede pagar la atención médica para su madre. Más o menos como acá, pero sin inflación, ni inseguridad, ni sindicatos o políticos corruptos.

Los sindicatos son una pieza fundamental de cualquier democracia desarrollada, pero se ponen al servicio de los trabajadores, no al de sus secretarios generales ni al de los políticos o el partido que le canta al “primer trabajador”. Por eso funcionan y no se los puede comparar con los adiposos muchachos de campera de cuero y gafas oscuras.

En un país quebrado, sin crecimiento, con una informalidad que se convierte en la única vía de supervivencia para mucha gente y con políticos que pretenden exaltar esos rasgos de la barbarie como si fuesen una especie de rasgo identitario argentino, los trabajadores que están en blanco deben humillarse para que les respeten sus derechos.

Las recomendaciones eran del estilo “tenés que ir a los medios”, “hay que ir a la justicia” o “hay que ver si alguien tiene un contacto” se multiplican, porque no hay rendición de cuentas ni forma de castigo a los inmorales que viven del esfuerzo de otros. Rémoras de un pasado corporativista en un país que hace rato dejó de pensar en el otro.

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