Por: Instituto de Derecho del Trabajo del CAMDP. El Decreto 549/25 (publicado en el boletín oficial el día 6 de agosto de 2025) sustituye el baremo 659/96, pretendiendo actualizar, objetivar y ordenar un territorio que ya de por sí es incierto: la medición de las incapacidades laborales. Su promulgación se ampara en las facultades previstas por el artículo 2º de la Ley de Bases 27.742, aunque al momento de su publicación, el Poder Ejecutivo había perdido esas facultades delegadas; vencidas el 8 de julio del mismo año.
No se trata de una sutileza técnica, sino de una fractura de origen: una norma nacida sin competencia suficiente, que se presenta, sin embargo, como árbitro de la vida laboral y presume objetividad; resulta notoriamente inconstitucional.
El decreto se anuncia con la finalidad de eliminar la discrecionalidad, uniformar criterios, y poder determinar incapacidades de manera objetiva, racional y reproducible. Lo hace, principalmente, suprimiendo rangos de incapacidad; pero reduciendo sensiblemente porcentajes en aquellas patologías más frecuentes en el sistema de riesgos del trabajo.
La justicia necesita cifras, es cierto, pero en esa operación —trasladar la incapacidad a una fórmula, al hombre a un guarismo— se pierde lo esencial. El derecho del trabajo, que alguna vez fue refugio del débil, se inclina ahora hacia la máquina calculadora de las aseguradoras. El espejismo de la exactitud encubre una regresión disfrazada de progreso.
La entrada en vigencia diferida, ciento ochenta días después de la publicación , abre un nuevo laberinto. Habrá trabajadores bajo el viejo baremo y otros bajo el nuevo; habrá expedientes que muten de régimen en mitad del camino, pues en su art. 3 dispone “…resultará de aplicación a toda valoración o determinación de incapacidad laboral que no haya sido aún dictada, independientemente de la instancia administrativa o judicial en la que se encuentre…” De este modo, las comisiones médicas se verán atrapadas entre un baremo que caduca y otro que aún no rige, los peritos en sede judicial y los Jueces al resolver, se encontraran con que la realidad se bifurcará en dos tiempos como en los espejos de Tlön. Las causas ya iniciadas, en las que se aplique el baremo 659/96 cuyos dictámenes periciales sean posteriores a febrero del 2026, corren el riesgo de ser arrastradas hacia la Corte Suprema, con la amenaza de una aplicación retroactiva que vulnera el artículo 7 del Código Civil y Comercial: ninguna ley puede afectar derechos amparados por garantías constitucionales. La retroactividad, aquí, es la posibilidad concreta de reducir reparaciones ya consolidadas.
El decreto modifica también los factores de ponderación, y allí incurre en un exceso
palmario. Unifica lo que la Ley de Riesgos del Trabajo había concebido como categorías distintas en el art. 8 inc 3: la dificultad para realizar tareas habituales y la reubicación laboral. No son lo mismo. La dificultad se vincula con el tipo de actividad; un marinero con una rodilla lesionada seguirá a bordo, aunque con el riesgo cierto de agravar su dolencia. La reubicación laboral supone, en cambio, trasladar a un trabajador a otra tarea, como sucede con quienes pasaron de la recolección de residuos al barrido urbano. Que el decreto confunda estas realidades y las someta a un solo criterio es un exceso normativo: modifica por vía del Poder Ejecutivo lo que solo podía modificarse por la vía legislativa.
Desde una supuesta perspectiva jurídica, hay un aspecto humano que el decreto reduce a un tecnicismo: el daño psíquico. Establece que solo podrá ser reconocido cuando el evento haya sido de “extrema gravedad”. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿quién decide qué es grave? La pérdida de una falange del dedo de una mano puede ser irrelevante para un oficinista y devastadora para un músico. La gravedad, en definitiva, no está en el accidente sino en la biografía de quien lo padece. Pretender objetivarla con definiciones rígidas es negar la singularidad del daño.
El decreto distingue, de manera insólita, entre la magnitud del evento y la afección psicológica resultante. Diferencia entre magnitudes leves, moderadas o graves, como si fuera posible disociar la experiencia subjetiva de la clasificación burocrática.
Una caída puede ser un tropiezo trivial para algunos y una amenaza existencial para otros. El perito psiquiatra o psicólogo se encontrará ante la tarea imposible de escindir lo inseparable: el evento y su huella. La subjetividad, que es el centro mismo del daño psíquico, queda reducida a un apéndice, un dato accesorio frente a la fría tipificación.
El viejo baremo, con todos sus defectos, al menos reconoce la afección psíquica derivada de enfermedades profesionales o accidentes de trabajo, debiendo ser evaluada y ponderada su eventual incapacidad. El nuevo, en cambio, desliza la sospecha de que muchas patologías quedarán sin reparación, bajo la premisa de que su origen es estructural o ajeno a la contingencia. Es una forma de negar el daño psíquico mediante un ardid conceptual: desplazar la responsabilidad hacia la personalidad del trabajador o hacia factores concomitantes.
El decreto 549/25 establece que en situaciones donde el examen físico no sea necesario para identificar las secuelas conforme a las tablas específicas, la decisión de realizar dicho examen quedará a criterio del evaluador. Esa disposición que deja “a criterio del evaluador” la decisión de realizar o no el examen físico, constituye un retroceso en términos de garantías procesales y de tutela efectiva de los derechos del trabajador. En primer lugar, introduce un margen de discrecionalidad excesivo que no se corresponde con la función reglada que debe tener la revisión médica en el marco de la Ley de Riesgos del Trabajo. La constatación física de las secuelas es el elemento central de la valoración de la incapacidad; relegarla a un mero acto optativo vacía de contenido el derecho del trabajador a ser examinado integralmente. En segundo lugar, la norma genera un evidente riesgo de desigualdad. Dos trabajadores con idénticas lesiones podrían recibir evaluaciones distintas: uno con examen físico completo, otro únicamente con revisión documental. Esa disparidad atenta contra el principio de igualdad ante la ley (art. 16 CN) y erosiona la seguridad jurídica. En tercer lugar, la posibilidad de basar la decisión exclusivamente en la documentación disponible limita la contradicción y el control de la prueba. El trabajador pierde la oportunidad de que sus síntomas, limitaciones e incapacidades se exterioricen en el acto pericial, quedando preso de lo que digan papeles clínicos que muchas veces no reflejan la totalidad del daño.
El acto pericial deja de ser una instancia viva de verificación, para convertirse en una mera revisión administrativa. Además, desde la perspectiva constitucional, la exclusión del examen físico como requisito indispensable vulnera los principios de defensa en juicio (art. 18 CN), de debida motivación de las decisiones y de reparación integral del daño.
En términos prácticos, abre la puerta a dictámenes superficiales, carentes de respaldo fáctico directo. En definitiva, esta norma erosiona la esencia misma del procedimiento pericial: pasar del contacto directo con el cuerpo lesionado a una evaluación abstracta, despersonalizada. El trabajador, que ya se enfrenta a un sistema complejo y hostil, queda reducido a un expediente sin voz ni presencia. Queda así a merced de una decisión que se presenta como técnica, pero que en verdad es la decisión final sobre su derecho a una reparación. La objetividad absoluta, sabemos, no existe: todo diagnóstico es una interpretación.
Lo que subyace, en última instancia, es el antiguo afán humano por medir lo inmedible. El Decreto 549/2025, con su ropaje de técnica y pretensa objetividad, despoja al trabajador de su propia singularidad. Como en todo laberinto borgeano, el desafío es hallar la salida sabiendo que acaso no exista. La peor trampa no es la forma intrincada que nos enreda, sino la línea recta y precisa que, al parecer simple, nos condena a la injusticia.
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