La Boston, radiografía del conflicto gastronómico más largo en la historia de Mar del Plata

La Boston, radiografía del conflicto gastronómico más largo en la historia de Mar del Plata

Desde que la tradicional confitería cambió de dueños, 60 de los 83 trabajadores fueron despedidos sin cobrar sus indemnizaciones. Por eso, desde hace 5 meses toman dos de las tres sucursales y protagonizan el conflicto gremial más extenso en el rubro gastronómico. Aquí, algunas historias de los que llevan adelante el reclamo.

 

Un grupo empresarial de origen austríaco, con parte de capitales locales, desembarcó en la confitería Boston en 2016 con promesas de expansión: 100 locales en todo el país en cinco años. Aquellos anuncios, sin embargo, fueron el punto de partida de la destrucción en tiempo récord de una firma emblema en Mar del Plata y con reconocimiento en todo el país. En apenas un año y medio, cerraron dos de las tres sucursales -la de calle Buenos Aires 1927, a metros del Casino Central y la de Boulevard Marítimo Patricio Peralta Ramos 3887- y despidieron a 60 de los 83 trabajadores, personal con antigüedades que rondan entre los 10 y 25 años. Y convirtieron a un símbolo de la ciudad en el conflicto más extenso en la historia gastronómica de Mar del Plata.  

Sin trabajo, con salarios adeudados y sin indemnizaciones por despido, los empleados iniciaron a fin del verano un plan de lucha que terminó con la toma pacífica de los comercios cerrados, medida que llevan adelante desde hace 137 días con el único propósito de que les paguen lo que les corresponde. ¿Cómo se hace para soportar tantos meses de incertidumbre? Los protagonistas del conflicto gastronómico que más se ha extendido en el tiempo lo viven así.

 

 

 

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Dicen que se la veían venir. Que cuando los austríacos compraron la Boston empezó a bajar la calidad de los productos, a faltar mercadería y se achicó la carta, aunque se mantuvieron los precios altos.

En diciembre del año pasado, las demoras y los pagos parciales de los sueldos, las deudas de cargas sociales y, luego, directamente la falta de pago de los salarios, fueron las señales que terminaron de confirmar a los empleados que la mano venía complicada. Los cierres de los espacios gastronómicos que ocupaban en los shoppings Los Gallegos y Paseo Diagonal, reforzaron la hipótesis.

A fines de marzo de este año, mientras la situación del personal se mantenía e, inclusive, empeoraba, las versiones que hablaban del posible cierre del local del Boulevard Marítimo y Urquiza, en Varese, agitaron aún más las aguas. En abril, decidieron pasar a la acción y tomaron dos de las tres sucursales de la confitería, la única garantía que les quedaba a la hora de reclamar lo suyo.

Durante las semanas siguientes los trabajadores empezaron a recibir los primeros telegramas de despido y se los acusaba de usurpación y violencia por la ocupación de los locales; argumentos que utilizaron luego para negarse indemnizar a la gente.

A mitad del año los empresarios pidieron el concurso preventivo de acreedores, medida que dejó a la empresa al borde de la desaparición. Para entonces, el número de trabajadores echados trepó a 60. Es decir, en menos de cuatro meses, los dueños de la Boston dejaron en la calle al 70 por ciento de su personal. De los 23 empleados que quedaron, poco más de la mitad continúa sus labores en la sucursal de Constitución y Manuela Pedraza, en donde la administración se encuentra en manos de un síndico. El resto se halla inmerso en una especie de limbo: no fueron echados pero tampoco se les permite trabajar y mucho menos se les paga.   

 

 

 

Hoy, a más de cinco meses del inicio de las protestas y a la luz de cómo se dieron los hechos, los trabajadores no tienen dudas de que el vaciamiento de la Boston estuvo planificado desde un comienzo.

A pesar de que la justicia desestimó los pedidos de desalojo y avaló a los trabajadores porque entendió que llevaban adelante un lícito reclamo gremial, no están autorizados a utilizar el salón para recibir a los clientes ni la cocina para elaborar los productos que venden. Frente a ese escenario, los gremios de gastronómicos y pasteleros, que acompañan la lucha desde el primer día, redoblaron sus esfuerzos y resolvieron donar la mercadería que producen en sus escuelas de formación para que sea comercializada en las sedes tomadas de la Boston. Eso sí: de las puertas para afuera.

Nancy Todoroff, dirigente de Uthgra, dice que el panorama es complejo y el asunto no va para adelante ni para atrás. A eso hay que sumarle que en las últimas semanas los nuevos dueños del local de Constitución –fue vendido y lo tenía la Boston en comodato- comenzaron a reclamar la entrega de las instalaciones. Lo mismo sucede en Varese, ya que el lugar es alquilado y sus propietarios quieren recuperarlo.

En cuanto a la situación de los trabajadores, admite que tienen todas las de perder. “Se están iniciado las demandas pero cuando una empresa se presenta a convocatoria, pueden pasar años hasta tener algún resultado. Pocas veces hay un resultado positivo o se lograr cobrar lo que corresponde”, señala.

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En el fondo del salón de la Boston de calle Buenos Aires 1927, Gisela Alderete (30) hace notas en el dorso de unos individuales de papel: ahí dice cuántas medialunas y cafés se vendieron, qué día y cuánto dinero se recaudó. Al final de la semana, explica, del total se separa una cantidad para la compra de ingredientes con las que se preparan tartas, quiches de espinacas o puerros y sándwiches de miga, y el resto se divide entre los trabajadores, en partes iguales. De la misma manera se organizan en la sede de Varese y si bien el reclamo es el mismo, decidieron llevarlo adelante de forma separada, sin mezclar las cuentas.

La promo de una medialuna con jamón y queso y un café por sesenta pesos funciona por ahora, evalúa. De acuerdo a los números, por turno se venden, en promedio, 20 docenas de facturas.

-¿Alcanza?

-Se saca lo justo y necesario, no hay margen.

 

 

 

Gisela -hija de Aroldo, uno de los tantos mozos de la Boston que se quedó sin trabajo y que ahora atiende a los clientes de siempre en la puerta del comercio- empezó a trabajar allí cuando tenía apenas 15 años. Dice que los anteriores dueños le daban a los jóvenes la oportunidad de aprender el oficio y ella aprovechó. Prácticamente me crié acá, dirá varias veces. Después ingresó al Ejército Argentino y se alejó de la actividad, pero en diciembre del año pasado retornó a su puesto. Su caso es particular: no la echaron pero dejaron de pagarle el salario a partir del mes de abril y tampoco le asignan ninguna función.

A sus espaldas están los colchones y frazadas bien ordenadas de los que se quedan a la noche, sillas y mesas amontonadas, y las paredes empapeladas de dibujos de hijos y nietos. Los chicos casi no van al local: hay que cuidarlos y acá se viene a trabajar.

En una de las paredes, en el centro del salón vacío, colocaron un cartelito dorado que tomaron de la oficina que ocupaba Fernando, el anterior dueño de la Boston. Dice:

Lucha, lucha, lucha

y cuando te veas derrotado

¡lucha!

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Para sostener la toma de la confitería diseñaron un cronograma de guardias que se respeta a rajatabla. El primer turno arranca a las 9, el segundo a las 15 y el último, a las 22.

Los que llegan a última hora miran un poco de televisión, se cuentan las novedades del día y después tratan de dormir un poco. A Aroldo le toca los jueves, el único día a la semana en el que se bajonea un poco, dice. Es que se hace difícil conciliar el sueño, las noches fuera de casa son eternas y él piensa demasiado.

A pocos metros, Patricia y Sandra, otras trabajadoras con veintipico de años de antigüedad en el lugar, comentan algo en voz baja, mientras la primera apronta un mate dulce. Ambas prefieren no sumarse a la charla con esta cronista pero siguen con atención lo que cuenta Gisela.

Sandra camina a lo largo del salón con las manos en los bolsillos, completamente ensimismada.

-¿Estás enojada?

-No, estoy cansada... Son muchos problemas, viste- dice, sin dejar lugar a una nueva pregunta.

Más tarde alguien confiará que es cierto, Sandra tiene varias preocupaciones: su mamá, una señora viejita, es electrodependiente, las facturas de luz que le llegan son impagables y para colmo, ella se quedó sin laburo. Por eso está cansada. Y triste.

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Aroldo -así, sin hache- se vino a Mar del Plata desde su Santiago del Estero natal a los 18 con un objetivo claro: ser alguien. Atrás quedaron la infancia de trabajo duro en el campo, la primaria sin terminar y la colimba. Aquí empezó a hacer trabajos de albañilería hasta que surgió la oportunidad que marcaría su destino durante las siguientes tres décadas: un puesto de mozo en el Jockey Club, un bar ubicado en la calle Santiago del Estero, a metros de la Peatonal San Martín. Hasta que un conflicto empresarial los dejó a todos en la calle. Lejos de resignarse, Aroldo y compañía tomaron las instalaciones del lugar hasta que les pagaron los sueldos adeudados.

Así, sin trabajo y con dos hijas chiquitas a las que darles de comer, regresó al ruedo de las changas: durante un tiempo estuvo en la construcción, fue bachero y cafetero de calle. Una vacante como franquero en una confitería de Playa Varese le habilitó el regreso al rubro de la gastronomía. Sin embargo, en medio de la crisis de los '90, los propietarios de la firma vendieron el comercio a los dueños de la Boston. Eso sí, sin el personal. Entonces, Aroldo vivió las siguientes semanas como un deja vú: el local tomado por los empleados, las negociaciones con la patronal; la familia que pasa un rato a acompañar y los hijos que juegan afuera, ajenos a las preocupaciones de sus padres; resguardados de la incertidumbre de los adultos a los que sólo les queda esperar.

 

 

 

Al final, la Boston lo incorporó a su staff y fue empleado de la firma durante veintidós años en la sucursal ubicada frente a la Playa Bristol. Hasta que la empresa se vendió y lo que siguió ya es parte de la historia conocida.

Aroldo Alderete tiene 59, el gesto endurecido y las rodillas vencidas por el cansancio de toda una vida de trabajo. Parado detrás de una mesita que funciona como mostrador y desde donde atiende al público, sobre la vereda, dice que ahora no puede hablar, que tiene que trabajar.

Porque trabajando y entretenido se sobrelleva mejor la espera.

La espera y la incertidumbre, otra vez.

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